El secreto de los lunes

Era un lunes. Un lunes cualquiera.

    El café frio rebosaba la taza y  el paquete de tabaco intentaba sin mucho éxito beberse sus penas, pues todas sus compañeras yacían con sus colillas maquilladas de exuberante carmín en los brazos de aquel otro desgraciado. Pobre pedacito de plata desconsolado, tan colmado de besos y carícias que urgía de atenciones sanitárias, aunque con una limpieza también bastaba. Suponía que a su dueña se le había pasado que era alérgico al carmín. Ella nunca les escuchaba. 

    Los libros de historia del capitalismo aguardaban esperanzados que una ráfaga de viento, por pequeña que fuese, barriese sus tapas cubiertas de polvo. Algún día tendría que leerlos, no tenían la culpa de ser tan extremadamente aburridos ¿es que ella no se daba cuenta? Pero que dueña tan despistada.

    El batín de seda yacía arrugado de cualquier manera en la cama, muerto de envidia de sus compañeras de piso cuidadosamente dobladas en el cajón. ¿Que tenía el encaje que él no tenía?

    El gramófono sonaba de fondo, aburrido de dezlizar su mano una y otra vez por la misma melodía. Y ella se presentaría cansada, con el sol poníendose a sus pasos, tan cansada que una vez más no repararía en ellos.

Pero claro era lunes, debía ser que los humanos no escribían en lunes.