Nunca he sido especialmente cinéfila. Pero ayer sentí ganas de ver
cine, ganas de verdad.
Habíamos ido a presentar un libro al Festival de Sitges, ese
entrañable pueblecito que siempre parece más cerca de Barcelona de lo que
realmente está y más pequeño de lo que realmente es. Cada octubre se celebra
ahí un certamen de cita obligada, el Festival Internacional de Cine Fantástico
de Cataluña, y esta vez por fin tenía la oportunidad de vivirlo desde el otro
lado, el de la prensa, los críticos, las acreditaciones y las invitaciones a
los pases con colas especiales, especialmente reducidas para ser exactos. Una
de las ventajas de mi trabajo es la gente a la que conoces, de hecho esa viene
a ser casi siempre la ventaja de gran parte de los trabajos. En mi caso he
tenido suerte, circunstancias encadenadas, en su mayor parte fortuitas, me han
llevado a relacionarme con gran variedad de personas con caracteres dispares y
oficios aún más si cabe. Es una delicia. Pues bien, ayer tocaban los críticos.
“Hay quien piensa que los críticos de cine somos gente de sangre
fría.” Así comienza el libro que fuimos a presentar. Y mientras releía sus
primeras páginas, esperando a mis invitados, no podía dejar de imaginarme a los
tres elementos que estaba a punto de conocer. Sentía verdadera curiosidad,
mezclada con un agridulce sabor a nervios, de esos que tienes solo cuando sabes
que ante todo, y sobre todo, es trabajo, y en el trabajo hay que causar buena
impresión. Veréis, la cosa es que la figura de la “prensa”, esos privilegiados
que ves correr de arriba abajo en los eventos con sus tarjetitas de PRESS
colgadas al cuello, siempre ha ejercido sobre mí una increíble fascinación.
Como si realmente fueran seres de otro mundo, enigmáticos y misteriosos,
temibles en sus comentarios y más aún en la repercusión de los mismos. Eso o
que tal vez solo sentía envidia, pues también hubo un tiempo en el que yo quise
ser periodista y terminé por desechar esa idea. Ah, esa manía de las personas
de desear siempre lo que no tenemos, aunque hayamos sido nosotros mismos los
que decidimos prescindir de ello.
Ahora puedo decir que mis temores eran infundados, pero mi fascinación
no. Ayer disfruté como una niña escuchando a esos hombres hablar sobre
directores y actores con la misma familiaridad con la que cotilleas sobre tus
vecinos de enfrente, definiendo las películas en un par de frases, con el
descaro del que tiene algo muy por la mano, con ese humor que implica tenerlo.
Demasiadas veces se ha dicho que el humor es un escudo ante la ignorancia. Y un
cuerno. El buen humor, el de calidad, es casi un oxímoron de lo serio que es. Y
ellos no bromeaban sobre nada que más tarde no pudieran defender seriamente.
Eso es criterio, y lo demás pedantería, postureo del barato.
Ayer sentí ganas de poder hacer halago de ese mismo humor. De hablar
con esa soltura, de opinar con ese desparpajo. Ayer sentí ganas de saber
verdaderamente de qué hablaba. De pasearme por ese mundo de cinéfilos con
conocimiento de causa y un bloc de notas bajo el brazo. Ayer sentí ganas de
dejar de ser pedante. Pues demasiadas veces nos permitimos la licencia de
opinar sobre temas de los que saber, no sabemos nada. Y creedme, hasta que no
te encuentras en un auditorio abarrotado a las tres de la mañana viendo una
película de un japonés chiflado con una sala que irrumpe en vítores cada vez
que se corta una cabeza, y junto a ti un crítico que aplaude con un “sí
señor, ¿y por qué no?”, no has visto nada.
“Instrucciones para ver una película”,
se llamaba el libro que presentábamos, “No tenéis ni puta idea. Punto. Ahora
dejadme que yo os explique” decía el crítico sentado a mi lado.
* * *
Después de mucho, muchísimo, casi una infidad de tiempo, vuelvo a las andadas.
Y prometo cambios.
Lexy